martes, 15 de septiembre de 2020

Diciembre 9, 2014. 


Recuerdo la mañana fría, el sol se había ocultado de la vista de los hombres, la luna escondida por las nubes de un cielo triste. Los reunidos cantaban, lloraban, como humanos que son se lamentaban de cuando en cuando, las lágrimas ablandaban el cemento de la Glorieta, las pisadas de unos pies cansados, de unas piernas temblorosas de tanto estar arrodilladas, dejaban sus huellas profundas. Algunos ojos secos de tanto llorar se podían ver, las gargantas sin voz, labios secos y sin haber probado bocado durante largas horas. 


Una mañana anterior, de camino a tomar el camión que me llevaría a mi primer día de trabajo, recibí una noticia que cambiaría para siempre mi estancia sobre la tierra. Y es que la vida es tan corta, tan efímera que uno como simple mortal no alcanza a comprender los designios del Cielo. Pero aquella mañana del ocho de diciembre, fue el parteaguas para comprender que del Eterno es la voluntad y el poder, son los tiempos y los sazones, y nadie, por más sabio que sea, no conoce porque éstos están en lo oculto de su pensamiento. 


Aquel hermoso ser que me había guiado y aconsejado, quien me había dado un propósito para conducirme por el buen camino, él, había sido llamado por el Cielo para descansar de su arduo trabajo, de su misión, había sido llamado al Descanso de los Justos, su nombre retumbó por los cuatro puntos cardinales de la tierra, y ese día, el rugido de su apacible voz se había apagado para no volver a escucharse. Mi corazón de inmediato se encogió y sentía cómo deseaba salir de mi pecho e ir al santuario del Eterno para derramar mi alma en libación. Él me enseñó bien, aceptaba la voluntad de lo Alto, y todo este acontecer era de parte del Eterno, gran llanto en mi corazón, indescriptible dolor en mi alma. 


Junto con mi esposa, encaminamos apresuradamente nuestros pasos hacia la Glorieta Central, al llegar, el ambiente era de dolor, claro, somos humanos y habíamos perdido a quien nos había amado desde nuestra infancia y nos había cuidado con ternura y sabiduría de lo Alto. Ahí nos reunimos a los cientos de hermanos que se convirtieron en miles en cuestión de horas para alabar a aquel que vive y reina para siempre. Así pasó ese día, entre cantos y llantos. Entre oraciones y recuerdos. 


A la mañana siguiente, mi esposa fue a trabajar, yo en cambio, pude dirigirme nuevamente al templo. Llegué por la calle de Jordán Norte, caminé sin rumbo esquivando mujeres y hombres, niños, ancianos y jóvenes por igual arrodillados en las banquetas y calles aledañas a la Glorieta. Llegué a la calle Jericó, y ahí encontré un lugar en la esquina, donde está ese jardín grande con un barandal curvo, ahí pude orar, y posteriormente me senté un momento en un pequeño peldaño de ese jardín. 


Meditaba en los días pasados, traía a la memoria tantos y tantos recuerdos, desde que era niño, mi juventud, bellos días ya en el tiempo. De pronto, de la Casa Jericó vi que se abrió un portón, dorado como el oro, y en medio, caminaba un hombre, alguien a quien muchas veces había visto y escuchado. Pero ya no era semejante a aquel que en otras ocasiones me lo había topado caminar por la Glorieta en las festividades de agosto, no, este hombre ya no era el mismo, había algo en él que hizo que mi cuerpo se fuera hacia atrás estando yo sentado, y en eso, semejante a un abrir y cerrar de ojos, algo atravesó mi pecho, sentí cómo se abría mi corazón y algo entraba a mi ser, como si mi corazón se hubiese detenido, mi respiración cesó por un segundo, quizá más, no lo sé, sólo recuerdo que al ver pasar frente a mí aquel hombre, mis ojos se llenaron de admiración, las turbulentas olas de incertidumbre se habían apaciguado, las lágrimas escurrían por mis mejillas y un ahogado grito al cielo elevé: ¡Gloria a Cristo! 


¿Qué había sucedido? no lo sé. 
¿Qué fue esa ráfaga centelleante que había sentido partir mi corazón? no lo supe entonces. 


Pasados los días, cuando fue llegado Su momento, supe entonces que aquello que había sentido esa mañana del nueve de diciembre no era otra cosa mas que la obra perfecta. Sentí cómo me había perdido en el tiempo y el espacio en un santiamén, un parpadeo bastó para que mi corazón y mi alma quedaran ligados a su Elección. 


Desde ese día y hasta el día de hoy, mucho han querido arrebatar esta obra, pero nada ni nadie ha logrado que mi alma dude de aquel hermoso varón, que de Dios ha sido escogido, fue elegido desde antes del comienzo de los tiempos, en lo oculto, en el secreto de Dios estaba ya predestinado para ser Apóstol en estos postreros tiempos, su nombre, Naasón Joaquín García, Siervo de Dios y Apóstol de Jesucristo. 


Mi nombre es Giezi Azael Mora López, y este es mi testimonio para las futuras generaciones, los que han de venir. Esta es mi experiencia de aquel diciembre de 2014, no me contaron, no seguí un sentir colectivo, lo vivo en carne propia, lo siento en cada nervio de mi cuerpo. No lo digo para convencer a los demás, lo digo para que conozcan que quienes estamos con él, estamos por convicción y por la razón de la fe. 


Es una invitación para que conozcan por cuenta propia la vida y experiencia de cada uno de nosotros, miembros de esta iglesia, La Luz del Mundo, y conozcan la vida y obra de su director internacional, el Apóstol de Jesucristo Naasón Joaquín García. 




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